“El Gobierno y la administración autónoma de las provincias estarán encomendados a Diputaciones u otras Corporaciones de carácter representativo.” Relata el artículo 141.2 de la Carta Magna de 1978.
Hoy en día en un país en el que más de un cabeza de lista de algún partido político, reitera e insiste en la “desaparición”, “ abolición” o “ eliminación” de las Diputaciones Provinciales, es momento para situar y clarificar cuál es su papel en una organización territorial que ha evolucionado desde que apareciesen por primera vez en la Constitución de 1812.
Su principal función es prestar servicio a los Ayuntamientos que integran la provincia, para garantizar la solidaridad y el equilibrio entre los municipios, prestando mayor atención a aquellos que cuentan con menos recursos para poder cumplir con los servicios de competencia municipal. Bien y ahora de en serio, ¿ realmente a qué contribuyen?
Ciertamente sus dos competencias básicas por excelencia son la prestación de servicios sociales y la “ayuda” “cooperación” a los Ayuntamientos. El primero de ellos se exterioriza fundamentalmente a través de la concesión de subvenciones para el desarrollo de la sociedad ( fomento empleo, cultura etc…). El segundo, encuadra desde el mantenimiento y desarrollo de infraestructuras a la recaudación de tributos.
Los principales detractores de su utilidad radican su mensaje en el enorme presupuesto que manejan, superior a 6.000 millones de euros para el año 2015. Presupuesto que bien organizado, y ejecutado no daría ni voz ni voto a aquellos que reniegan de su existencia. Si bien, la principal causa de su “autodestrucción” es que alrededor del 35% de su presupuesto se destina al sostenimiento de su estructura.
En un mundo real, es como el buen padre de familia que al principio de curso le cede 3.000€ a su acomodado hijo para cubrir necesidades universitarias. A lo sumo, gastos de matrícula, y material. El buen hacer de su acomodado hijo provoca que destine 1.050€ de su presupuesto para su sostenimiento social y personal.
Ciertamente, sin posicionarme en el bando de los detractores diputacionales resulta difícilmente defendible una institución con un coste tan elevado de sostenimiento. El propio hijo acomodado debería plantearse su enorme coste, pues su desarrollo personal y profesional no depende de ese mantenimiento sino del restante porcentaje.
En el caso concreto de las Diputaciones no parece muy social y de apoyo a los Ayuntamientos, que destine el 30% de su presupuesto a la protección – promoción social y al desarrollo de las infraestructuras. Éste debería ser mayor.
Moviéndome según “sople” el aire, los defensores de su utilidad y utilización alegan su reducida deuda en comparación con otras instituciones. Insistiendo en mostrar su enorme carta de servicios prestada a los Ayuntamientos con menor capacidad económica. Es en ese punto quizás, donde radique la mayor importancia de las mismas. Su labor de apoyo a todos esos pequeños entes locales no es escaso, e incluso por muy detractor que se sea de su validez, tal y como está hoy en día organizado territorialmente nuestro país, ni el Estado ni los entes autonómicos tienen capacidad ni organización para poder suplir las facultades de las Diputaciones en esos entes menores.
Siendo ello un plus para demostrar su utilidad, quizás el problema no es la Diputación en sí. Si no, el modelo territorial que lo engloba. ¿Qué entidad supliría tales funciones en los entes locales menores? ¿ Los Ayuntamientos? Si algo claro nos ha dejado la crisis, es que no hace falta ser un Ayuntamiento con gran población para endeudarse como un verdadero Estado independiente consentido ( el hijo que ni estudia ni trabaja).
Dejar en manos de regidores locales gran parte de su desarrollo no es sostenible hoy en día, ha de existir un ente que englobe, organice y ejecute decisiones sobre todos ellos. Asumiendo y reconociendo que tales entes menores han de gozar de cierta autonomía de organización, pero nunca, podrán ser entes con total capacidad de decisión. Siendo realistas, hoy en día no hay una institución fiscalizadora contable capaz de “ frenar los pies” a aquellos entes menores con regidores envalentonados por el amor a su pequeño trozo de tierra.
Siendo ello realidad pura y dura, no es tampoco de recibo que se rodeen de organismos autónomos, administrativos y sociedades mercantiles como si de un Estado se tratase. Una buena organización no es aquella que crea delegaciones en cualquier punto que se le requiere, sino, aquella organización que da respuesta a los problemas que allí se le plantean sin que haga necesaria una presencia física en el problema. Si para barrer una calle, hace falta un centro de barredores con coche, carro, cepillo y máquina aspiradora en cada calle, apaga y vámonos.
Por todo ello, como en tantas otras situaciones en este país. No nos paramos a pensar en el principal problema, el enorme gasto estructural, sino en negar su utilidad. Su utilidad existe, ahora bien una mejor estructuración y organización implicaría una mejor idea ciudadana y un mejor concepto de su funcionamiento. El ciudadano medio de “ a pie” desconoce sus facultades, no porque no las realice, más bien porque su enorme organización clientelar impide ver su actividad.
El buen hijo acomodado que saca adelante sus exámenes de Grado, pero que año tras año conlleva un mayor gasto para su sostenimiento personal, cegará la visión del padre en tanto en cuanto la economía familiar le permita no prestar atención a ese gasto. En el momento en que su bolsillo económico se vea resentido por la razón que sea, el primer hecho reprochable sobre el buen hijo acomodado será su enorme mantenimiento social. Por lo tanto sí, la crisis económica enfermó a la Diputación, la «futura» bonanza económica la revivirá.